Por Daniel Henao Giraldo
Lejos de mi tierra, de mis costumbres y creencias, he aprendido a valorar cada día más lo que Dios me ha regalado, mi familia mi salud, mis amigos, mi ciudad y en un país como lo es Argentina, cada vez más el fútbol.
El sentimiento que la gente expresa en este país por ese deporte es increíble y desaforado, lo es casi tanto como el amor y la devoción que muchos le expresamos y le tenemos al Independiente Medellín, donde sentimos que lo que hacemos cada día de la semana es simplemente para el domingo poder estar junto a nuestro equipo amado.
El exilio es difícil, en especial por aspectos tanto culturales como sociales, pero lo más difícil para un aficionado enfermo y apasionado del DIM, es dejarlo atrás, seguirlo cada semana con las lentas conexiones a internet, sufriendo jugada tras jugada imaginando que estoy en la tribuna como cada domingo.
A través de una pantalla, ver como mi equipo sale a la cancha y por un momento recorrer de vuelta los 4886 kilómetros que me separan del Medallo para estar otra vez ahí, en el Atanasio, dejando el alma la vida y el corazón en la tribuna, sintiendo que la razón de mi existencia está ahí, encontrar mi lugar en el mundo, rodeado de 40 mil desconocidos, que durante 90 minutos son mis hermanos con los cuales grito, sufro, lloro y me alegro cada vez que la número 5 atraviesa la línea de gol.
Después de todo ese éxtasis, acaba el partido y vuelvo a darme cuenta que estoy tras una pantalla, en ocasiones solo o simplemente con mi compañero de cuarto quien sorprendido me dice «¿Che, estás bien?». Vuelvo a la realidad y a esperar los siguientes siete días para transportarme esos 4886 kilómetros y estar otra vez ahí, al lado de mi Medallo, sintiendo la alegría de ser paisa, de ser del rojo.
